Novena a María Auxiliadora

domingo, 22 de mayo de 2011

7º Día de la Novena: "María y la paz"

7º Día de la Novena: "María y la paz"

Jesús nos invita a no detenernos en nuestro camino de ascenso espiritual en el monte de las bienaventuranzas, escuchamos su voz que nos dice hoy: "Bienaventurados los constructores de paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios". El premio que nos promete es demasiado grande: se trata de ser hijos de Dios, obtener la filiación divina. La condición, sin embargo, pareciera ser simple: construir Ia paz.

Días atrás habíamos hablado acerca de nuestro instinto natural de agresividad y cómo éste muchas veces "nos desborda", perdemos su control y se convierte en violencia. Y debemos ser lo suficientemente honestos como para reconocer que vivimos en un mundo marcado por la cruz de la violencia. Cuánta sangre se ha derramado en las guerras, que se cuentan por millares en la historia de la humanidad; cuántas muertes de hombres, mujeres y niños inocentes; cuánta destrucción por doquier. Sólo por citar unos ejemplos: en la primera guerra mundial, en los albores del siglo pasado, murieron aproximadamente diez millones de personas, entre soldados y civiles; pasaron sólo algunos años y en la segunda guerra mundial el número se elevó a cincuenta y cinco millones de muertos. Poco después le preguntaron al gran físico Albert Einstein cómo sería la tercera guerra mundial, y él respondió más bien por la cuarta, que a su entender sería con palos, huesos y piedras, como dando a entender los efectos devastadores de una tercera guerra si llegara a producirse. Veamos otros ejemplos: Hace casi veinte años, en Ruanda, en sólo treinta días murieron un millón de personas, tras la guerra civil entre dos tribus, los hutus y los tutsis; y sin ir tan lejos, en nuestro país, aún lloramos miles de pérdidas de hermanos nuestros como consecuencia del flagelo del terrorismo. No podemos justificar la irracionalidad de la guerra, a sabiendas que detrás de todas ellas se ocultan intereses mezquinos, grandes egoísmos, odios y rivalidades. Y pensar que grandes intereses económicos alientan la carrera armamentista.

Sin embargo, la guerra no es la única forma de violencia. Nosotros mismos, de una u otra manera, somos portadores de violencia en nuestros ambientes: bastan palabras agresivas, bastan gestos amenazantes para hacernos cómplices de esta espiral. Cuántas madres sufren la violencia de sus esposos, cuántos niños sufren maltrato infantil, cuántos súbditos son víctimas del maltrato de sus patrones. La violencia se disfraza de muchas formas de las cuales no siempre somos conscientes. A menudo nuestras posturas agresivas sólo son el reflejo de situaciones conflictivas que vivimos en nuestro mundo interior, de nuestros descontentos, de nuestros traumas, y los demás no tienen la culpa de ello. Los deleites de la vida no podemos gozarlos realmente si no hay paz en nuestro interior.

La paz es una necesidad de todos los tiempos, un don grande que debemos pedir en todo momento. Cuando Cristo resucitado se apareció a sus apóstoles, el primer don que les dejó fue el de la paz. Y es que en esos discípulos no había paz interior, estaban confundidos y apesadumbrados por lo que habían vivido días atrás. Sin embargo, la paz que Jesús nos ofrece no es la paz que nos ofrece el mundo. En efecto, la paz del mundo es la paz del más fuerte, la paz que imponen las armas, la paz de los más poderosos, de los vencedores. Es una paz débil, pues a menudo se fundamenta sobre los intereses de unos pocos. Por el contrario, la paz que Jesús nos concede es la paz del amor, es la paz que brota del corazón que se siente perdonado por Dios; es una paz fuerte y duradera. Si nuestro corazón está turbado por el propio pecado, Jesús nos espera en el sacramento de la reconciliación para otorgarnos su perdón. Sólo el que se siente amado es capaz de amar, sólo el que se siente perdonado es capaz de perdonar, sólo el que tiene paz interior es capaz de comunicarla hacía fuera, pues nadie da lo que no tiene.

Grandes hombres, aún sin ser cristianos o católicos, han sido constructores de paz. Entre muchos, uno de ellos lleva por nombre Martin Luther King, otro es conocido como Mahatma Gandhi. Este último fue admirador de Cristo, pero no quiso hacerse cristiano por el anti testimonio de muchos cristianos de su tiempo, inmersos quizás en peleas y disputas. Ellos vencieron la violencia de su época con las armas de Ia paz.

Hemos escuchamos en el evangelio cómo el anciano Simeón encontró en el templo la paz que tanto buscaba aquel día glorioso de su encuentro con el niño Dios. Y es que sólo Jesús, y nadie más, nos comunica esa paz que tanto anhelamos en el corazón. También la Virgen María, en su vida diaria, fue constructora de paz, y Io hacía sin necesidad ruido, con su sola mirada, con su sonrisa, con sus gestos de amor y comprensión. En el templo el anciano Simeón le profetizó grandes pruebas y sufrimientos y Ella en medio del dolor supo mantener Ia calma y comunicarla a los demás.

Subamos con Jesús esta nueva grada, pues el don prometido no tiene parangón alguno. Él es el Hijo y quiere que nosotros también seamos hijos. Dios reconoce como hijos suyos a los que se hacen constructores de paz.

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